9/1/12

El nombre del viento/ El temor de un hombre sabio.


Auri me esperaba sentada en una ancha chimenea de ladrillo. Llevaba el vestido que yo le había comprado y balanceaba distraídamente los pies descalzos mientras contemplaba las estrellas. Su fino cabello formaba alrededor de su cabeza un halo que se desplazaba con el más leve soplo de brisa.
Pisé con cuidado al centro de una plancha de chapa del tejado. La plancha produjo un sonido hueco bajo mis pies, como un lejano y melodioso tambor. Auri dejó de balancear los pies y se quedó quieta como un conejillo asustado. Entonces me vio y sonrió. La saludé con la mano.
Bajó de un salto de la chimenea y vino corriendo hasta mí, la melena ondeando.
—Hola, Kvothe. —Dio un pasito hacia atrás—. Hueles mal.
Compuse mi mejor sonrisa del día.
—Hola, Auri —dije—. Tú hueles como una muchacha hermosa.
—Sí —coincidió ella, jovial.
Dio unos pasitos hacia un lado, y luego otra vez hacia delante, de puntillas.
—¿Qué me has traído? —me preguntó.
—Y tú, ¿qué me has traído? —repliqué.
Ella sonrió.
—Tengo una manzana que piensa que es una pera —dijo sosteniéndola en alto—. Y un bollo que piensa que es un gato. Y una lechuga que piensa que es una lechuga.
—Entonces es una lechuga inteligente.
—No mucho —dijo ella con una risita delicada—. Si fuera inteligente, ¿por qué iba a pensar que era una lechuga?
—¿Ni siquiera si fuera una lechuga?—pregunté.
—Sobre todo si fuera una lechuga —dijo ella—. Ya es mala pata ser una lechuga. Pero peor aún pensar que se es una lechuga. —Sacudió la cabeza con tristeza, y su cabello siguió su movimiento, como si flotara bajo el agua.
Abrí mi hatillo.
—Te he traído patatas, media calabaza y una botella de cerveza que piensa que es una hogaza de pan.
—¿Qué piensa que es la calabaza? —me preguntó con curiosidad, contemplándola. Tenía las manos cogidas detrás de la espalda.
—Sabe que es una calabaza —dije—. Pero hace ver que es la puesta de sol.
—¿Y las patatas?
—Las patatas duermen —dije—. Y me temo que están frías.
Auri me miró con unos ojos llenos de dulzura.
—No tengas miedo —me dijo; alargó una mano y posó brevemente los dedos sobre mi mejilla, y su caricia fue más ligera que la caricia de una pluma—. Estoy aquí. Estás a salvo.

Adoración.






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